Pero se trataba de modos estáticos, en el sentido de que no se movían por sí solos eran el fruto de las condiciones sociales, los gustos y las creencias de determinada clase en determinada sociedad en determinada época; y solo variaban al variar esas condiciones.
Un modo de vestir para el esclavo, otro para el amo: la ropa era al mismo tiempo la relativamente más apropiada para la actividad de cada uno y la señal de su condición.
La convivencia de las diversas clases en el mismo plano urbano; la desaparición de las diferencias de casta, reguladas por derecho, y su reemplazo por las diferencias de clase, que son diferencias de hecho, crearon la ilusión de la movilidad social: ya no se pertenece irremediablemente a una clase, ninguna ley fija a nadie a su propia condición; por supuesto, los mecanismos de la propiedad y de la herencia, el monopolio de la cultura y el poder reducen la movilidad social a un mínimo; pero la ilusión existe.
Rockefeller empezó vendiendo diarios y terminó magnate, etc. Los mecanismos de la conservación social son más sutiles y equívocos; la ropa acompaña este cambio, esta sutilización y este equívoco; si era imposible para una campesina vestirse de princesa, la ropa moderna, más sencilla y de materiales menos exóticos, parece ser igual para todos; aunque por supuesto permanecerán las diferencias, estará la diferencia de calidad, el cuidado del corte; aunque estas sean menos visibles.
La ropa, la antigua señal del poder y la riqueza, aparece como el punto más vulnerable de las diferencias de clase: quizá es posible ser el poderoso, vistiéndose igual que él. Pero el poderoso cambiará permanentemente de ropa, a fin de no sentirse igual; la exclusividad insostenible se reemplaza con la prioridad; dócilmente, las otras clases lo imitan, siempre en retraso. Es un jueguito estúpido, siempre cambiante, siempre igual a sí mismo: es la moda, un tembladeral de ilusiones, siempre insatisfechas, siempre realimentadas.
La “Belle Epoque”
Las mujeres bebían vinagre, se arruinaban la cara con manos de albayalde buscando el tono cadavérico, el aristocrático color blanco. Las clases altas de fines del siglo pasado se arrastraban por el mundo contemplando su poder, que creían invariable. Pero la extensión de este poder los había aherrojado finalmente a ellos mismos, los había dejado enfundados en sus trajes aparatosos, en sus rígidos corsés.
La última época de este dominio incuestionado —los primeros años del siglo, antes de (a guerra— la recuerdan con el nombre de “belle époque” —época bella, — en la melancólica mirada de los amos.
Altísimos peinados coronados por enormes sombreros, sobre los que a su vez montan, en delicado equilibrio, plumas, flores, pájaros y aun arbustos en plena floración. Estos absurdos edificios del lujo y el aburrimiento bien podrían servir de símbolo de aquella época. Pronto se derrumbarían.
No era más que la ilusión de la permanencia de las viejas costumbres en el seno de una sociedad conmovida hasta los cimientos por la Revolución Industrial. La guerra, las revoluciones, las luchas obreras, la incorporación de las mujeres al trabajo, asestarían los golpes de muerte a esta cultura de la decadencia.
Porque si el hastío, corroía el cuerpo y las, costumbres de los señores, en el otro polo, para los desposeídos, el cuerpo no era más que aquel objeto que se martirizaba en catorce horas diarias de labor, que se arrojaba luego en una cama hasta el día siguiente.
Si la mujer era en las clases altas una muñeca de lujo, en los hogares pobres era una vieja prematura, encerrada en los estrechos límites de la casa. Se podría imaginar que nadie era joven entonces. En todo, en los gestos y en la ropa, en las actividades y las preocupaciones, los jóvenes imitaban a los adultos.
Pero las luchas obreras crecerían por todo el mundo hasta conquistar la jornada de ocho horas; la mujer incorporada masivamente al trabajo por las necesidades de la industria, empieza a exigir los derechos que corresponden a su nueva situación: y no sólo se trata de los derechos cívicos, ella empieza también a dejar caer el corsé, el porta corsé, las pantalonetas, la complicada y omnipresente arquitectura de la represión, incorporada al propio cuerpo; el cuerpo, que ya no se oculta y reprime, el cuerpo que puede ser para el sol, para el placer, para el deporte, para el baile: es la figura de la garconne que se prepararía lentamente durante los años diez, cuya formación se aceleraría durante la guerra, para alcanzar su apogeo en los años locos de la posguerra.
Los años 10, la transición
La prehistoria de aquel vasto movimiento que habría de transformar las modas y las costumbres se halla en la práctica de los nuevos deportes; en un principio limitados a las clases altas, se van extendiendo lentamente, y la mujer va incorporándose a ellos. La ropa de tenis deja libres los brazos, y las polleras son lo bastante cortas como para poder correr sin irse al suelo. Pero aún más explosiva es la ropa de ciclismo, con sus amplias polleras-pantalón. No hay que creer que se trata de la ropa deportiva de hoy, aquellos pantalones abombados resultarían actualmente aparatosos, pero para la época eran un escándalo.
La redactora de Mode Ulustré escribe en 1910:
“Hemos querido ignorar hasta aquí que mujeres decentes y honestas, mujeres de familia en una palabra, que tienen en todos los momentos prudencia y respeto por las conveniencias, pueden mostrarse en público con la ropa que sabéis, y dedicarse al deporte que apasiona hasta el delirio a la generación actual”.
También el automóvil impone su modo de vestir: son los sombreros que tapan las orejas, los grandes anteojos de mica, los implementos de la peligrosa aventura de lanzarse a cuarenta kilómetros por hora sobre una máquina dudosa. Pero las nuevas ropas no se circunscriben a la práctica del deporte: pronto influencian la ropa de calle.
Paul Poiret se transforma en el pontífice de la moda de la época con un simple y revolucionario gesto: elimina el corsé Su estilo —largos vestidos estrechos, apenas marcados bajo los senos o en las caderas, colores vivos y resaltantes, formas muy simples— representa una transición del art-nouveau, del cual conserva la gracia, a la moda de los años veinte, de la cual adelanta la simplicidad. Las curvas de sus diseños son delicadas y sin artificio. Pero es todavía una moda de élite, un tanteo realizado por un gran modelista, entre otros, lo era de la reina de Inglaterra, que le devolvió el álbum donde desarrollaba sus nuevos diseños con una nota glacial.
Pero si el estilo de Poiret era demasiado para la reina de Inglaterra, era demasiado poco aun para el vasto cambio que se gestaba: debía llegar el estilo corto-liso-recto de los años de guerra, sin duda menos bello que el de Poiret, pero que representaba mejor la reacción de la mujer frente a la moda anterior.
Mujeres bellas y arquitecturales como proas de navío
La garconne
La garconne
Esa reacción exigía que el cuerpo femenino perdiera toda inflexión. Una revista de la época (Journal des Dames et des Modes, 1915) dice:
“Las mujeres van totalmente rectas, enfundadas en un estuche que de los hombros a los pies no presenta la menor curva. Ya no tienen ni pechos ni caderas”.
Pronto el mismo vestido se acortaría hasta llegar solo arriba de las rodillas, una túnica recta abierta en los brazos y la cabeza. Es la mujer cubista, de las espaldas a la cadera un rectángulo, de las caderas a los tobillos un trapecio con la base menor para abajo. Frente a este nuevo tipo femenino, Paul Poiret suspirará con nostalgia: “Hasta aquí las mujeres eran bellas y arquitecturales como proas de navío. Ahora parecen “pequeños telegrafistas subalimentadas”. Con las piernas descubiertas, aparecen nuevas poses, como el cruzado de las mismas al sentarse, y las medias de seda, primero blancas, luego encarnadas, negras, y de los colores más variados.
La garconne, de ahí su nombre, quiere parecerse en cierto modo a un muchachito (Garcon -muchacho), aspecto que se acentúa con la melena del mismo nombre, en aras de la cual se sacrificaban las onduladas y abundantes cabelleras de la época anterior.
Este corte se remata con el sombrero cloche (campana), o como se lo llamó en el Río de la Plata, budinera, que se enfunda hasta los ojos por adelante y hasta la nuca por atrás. Las axilas se depilan para lucirlas desnudas en los nuevos vestidos sin mangas.
Posguerra
Así aligerada, la garconne estaba preparada para la fiesta; y la fiesta comenzó con la posguerra. La alta costura trató de inmediato de imponer un alargamiento de la pollera, que vaciló un tiempo entre los tobillos y la rodilla, estacionándose finalmente al nivel de la rodilla. Por primera vez, la moda conviene mucho más a los jóvenes que a los adultos. Y es el signo de un cambio mucho más amplio.
El signo de la ‘belle époque” había sido el amor de la joven cocotte con el viejo monarca; el signo de los años locos es el amor de la garconne y el adolescente, el enfant terrible. Maurice Sachs escribe en su Diario:
“Treinta años en una época como la nuestra, es ser terriblemente viejo”.
También las modas para los hombres se„ confeccionan teniendo en cuenta principalmente el cuerpo juvenil. La moda se inspira cada vez más en la breve ropa deportiva, y los adultos deben hacer los mayores esfuerzos para no quedar -,en ridículo; las barbas se cortan, todos los rostros imitan ahora la cara lisa del adolescente imberbe.
Si los siglos anteriores habían sido del dominio exclusivo de los hombres adultos de las clases -poseedoras, el fin de la primera guerra ve crecer líos que seguramente habrán de ser considerados – como los principales fenómenos de nuestra época: la revolución política de los desposeídos. La revolución cultural de las mujeres y los jóvenes. Y en los dos últimos casos, la nueva moda es a la vez un aspecto de la liberación real y el gesto, el símbolo del fenómeno.
La danza, el sol
El baile se extiende en esa Europa que emerge de la guerra; el tango argentino, que ya había escandalizado antes de 1914 porque exigía ser bailado “mejilla a mejilla”, obtiene nuevos adeptos; la Revista Negra de Josephine Baker lanza el Charleston y el jazz; para bailarlos, la garconne agrega a su indumentaria largos collares y flecos en el borde inferior de su túnica, que remarcarán la loca agitación del Charleston o los delicados, románticos arabescos del tango.
Y se pintará, de la manera más ostentosa, con los ojos muy oscuros, las cejas depiladas y redibujadas, las mejillas con dos círculos rojos, los labios muy marcados. La aparición de los primeros rouges fabricados industrialmente por la casa Houbigant de París, sirviéndose de los colores sintéticos descubiertos por los químicos alemanes, extenderán aún más estas pinturas de gruesos trazos.
También fuma; desde que el uso del tabaco se había extendido en Europa, estaba casi oficialmente reservado a los hombres; las mujeres, sin duda, fumaban clandestinamente, pero hacía falta una gran temeridad, un gran desprecio de las conveniencias sociales para mostrarse con el cigarrillo en público: y he aquí que aparece la garconne, que no sólo no esconde su cigarrillo, sino que lo exhibe en el extremo de una larguísima boquilla. Y, con su “budinera” y su boquilla, su camisa con flecos y sus collares, baila; baila ruidosa y alegremente; y bailando echa por la borda dos mil años de represión.
Es el cuerpo, la alegría que del cuerpo reaparece y solicita sus derechos; y no sólo es la danza. También el sol. Por segunda vez en la historia de Occidente aparece el sol, olvidado desde Grecia; y la gente toma baños de sol, repudia la tez blanca que había sido durante tanto tiempo el orgullo de la realeza europea.
El traje de baño
“El mar —dice Beatriz Spinosa— es un descubrimiento reciente. Los habitantes de las costas consideraron la posibilidad de tomar baños de mar. El mar era su elemento de trabajo, el lugar donde se internaban en embarcaciones frágiles. El sitio donde recogían su alimento y donde a veces hallaban la muerte. El baño, primero privilegio de los dioses y después de los señores, tardó mucho tiempo en ¡legar a las mayorías. Y ni los dioses ni los señores usaron trajes de baño, seguramente porque la desnudez corresponde sólo a las deidades y a los amos.
Concretamente, el traje de baño aparece y se instala de manera definitiva alrededor de 1860, época en que la burguesía era absolutamente mayoría dominante. Es el momento en que empiezan a descubrirse las virtudes curativas del agua de mar. Entonces, tímidamente, algunas damas de la época se sumergían en el agua tomadas de la mano y lanzaban pequeños grititos acordes con el movimiento de las olas.
Sus trajes consistían en largas túnicas con mangas tres cuartos de alpaca o estameña, telas que no se adhirieran al cuerpo en contacto con el agua. Y debajo de la falda asomaban unos calzones que llegaban hasta los tobillos. Llevaban medias negras y en al cabeza un gorro fruncido con volados. Pero el baño era al principio una medicina, y el paciente o la paciente se sometían a él siguiendo un estricto ritual. Todos se cubrían y se cuidaban muy bien de no tomar sol. La moda imponía el rostro pálido de las heroínas románticas. Sombrillas, amplios sombreros, tules, ranchos de paja para los hombres.”
Con el tiempo, las normas se fueron haciendo menos rígidas. Los trajes de baño remontaron un poco las pantorrillas, pero conservaron las medias y las zapatillas y la gorrita con volados: el pudor retrocedía un paso, pero el sol aún era un enemigo. Tenían que llegar los años locos, para que cometieran la locura de buscar el sol, de ajustar las mallas al cuerpo.
Es entonces que aparece la malla de lana de tipo olímpico, todavía en vigencia en los certámenes, que es igual para hombres y mujeres cuando desaparece la pequeña sobrepollera que al principio cubría a estas últimas. Pero al cambio no se impone sin resistencias. En los primeros años de la década del 20, numerosos balnearios cuentan todavía con una “policía de moralidad”, con agentes masculinos y femeninos, que detiene a las bañistas con trajes demasiado cortos.
La nueva mujer
Un tanto ingenua, aún en el deseo de ser sexy, es esta mujer de 1925; como el cine mudo a través del cual nos ha llegado su imagen, ella se mueve rápidamente, es más práctica en la voluntad que en la realidad, y su femineidad está compuesta por esa mezcla de candidez y competencia con el hombre, sus gestos son categóricos y expresivos; dentro de su bolsa cuadrada ella se sabe mujer, su sola presencia es el escándalo de los siglos.
Por sobre todo la alegría, ha aparecido en escena y sabe hacerlo, no es una muñeca, el fino objeto de lujo de los hombres, ni es una esclava doméstica; ella opina, fuma, baila; sería capaz de pegarle una trompada a cualquiera, y todo el tiempo lo está diciendo; seguramente lo haría, seguramente no haría ningún daño, porque golpear también requiere una tradición, y ese es todo el equívoco, el secreto de su cómica ternura. No valgo un punto menos que ninguno, dice toda su figura.
Ha abandonado siglos de tradición femenina, porque esa tradición ya no le sirve; los ha abandonado primero en las nuevas ocupaciones, luego en el teatral gesto de la moda, y busca una nueva femineidad sin historia; para formarla toma todo lo que encuentra a mano, la ropa del hombre incluso, la ropa de los deportes y de la playa y por sobre todo los atributos de su propia alegría, de su propia inexperiencia.
“Ni bustos ni cadera” se lamentaban algunos modistos, algunos artistas de la época; y sin embargo era necesario así, el extremismo, la extra teatralidad del gesto, porque está obligada a remarcar todo el tiempo su ruptura: un olvido y reaparecería su cultura de muñeca; hace teatro, y sin embargo lo hace con sus propias aficiones que descubre asombrada.
Está locamente entusiasmada con lo simple, liso, rápido, no importa ruán poco simple, liso o rápido nos parezca ahora; después de cada movimiento parece preguntar “¿No es esto verdaderamente escandaloso?” Verdaderamente lo era, verdaderamente ya no lo es, y es por esto quizás que invariablemente sonreímos cuando ella aparece en la pantalla del cinematógrafo.
Las artes y el cine
La moda de lo corto-liso-rápido está indudablemente ligada a la profunda transformación que experimentaron las artes plásticas, y que encuentra su máxima expresión en la Exposición Internacional de París de 1925.
En ella aparecen las primeras experiencias de la Bauhaus, que reacciona contra las curvas del art-nouveau, proponiendo un estilo más desnudo y geométrico. Pero no se trata sólo de estilo. La Bauhaus cuestiona en su conjunto la función del arte, y lo acerca al diseño. Jacques Dufy, Sonia Delaunay se vuelcan al diseño de telas; Delaunay concibe para el modisto Jacques Heim vestidos compuestos de tejidos diversos cortados en grandes motivos geométricos.
La influencia de la Bauhaus seguirá haciéndose sentir sobre la moda hasta su cierre en 1939 por el nazismo alemán.
La guerra del 14 había provocado la decadencia del cine europeo y la ascensión del norte-americano. Es entonces que surgen las grandes estrellas de Hollywood, Rodolfo Valentino, Charles Chaplin, Greta Garbo, Mary Pickford, Douglas Fairbanks, Gloria Swanson.
Es el loco Hollywood, rodeado de una áurea de escándalo, que extiende la fama de astros y estrellas más allá de lo que nunca se hubiera atrevido a soñar un actor de teatro. En pequeños pueblos, a miles de kilómetros de distancia, muchachos y muchachas jóvenes hacen de los astros de Hollywood sus ídolos, los arpan, los imitan.
Rodolfo Valentino será el ideal del hombre de entonces, el niño-hombre apasionado e imberbe. La influencia de los astros sobre la moda se acentuará aún más durante los años siguientes: las entonces famosas Dolly Sisters imponen el pañuelo colocado como vincha. Toda la moda de los años treinta se puede reconocer en el cabello platinado de Jean Harlow, en la boca densa y los grandes ojos de Joan Crawford. Igualmente el tipo sofisticado, las ropas con perlas, las pieles de zorro plateadas y las largas boquillas que harían furor entre algunas mujeres durante los años treinta, inequívocamente fueron originados por Marlene Dietrich.
Quebrantando el poder de los reyes, las estrellas de cine ocuparon su lugar en la imaginación popular; las revistas, los diarios harán conocer los detalles de su vida privada, mostrarán como se peina y como se viste la criatura prodigiosa que se ha admirado en el cine; las mismas reinas adoptarán en muchos casos para sobrevivir el estilo de las actrices, provocaran romances y separaciones, pero será inútil, han sido definitivamente desplazadas, la actriz de cine es seguramente una figura más mística y al mismo tiempo más cercana, más amable que una reina.
Los años 30
Los años treinta vieron una reacción contra el estilo “cuadrado” y extremadamente simple de los años veinte: sin embargo, sus características fundamentales de funcionalidad y libertad de movimientos se incorporaron definitivamente a la ropa femenina.
Se ha renunciado a los cabellos muy cortos, los bucles son ajustados sobre la nuca, o arriba de la cabeza, o quedan sueltos formando una corta melenita. También baja la pollera, más abajo de la rodilla, y reaparece el entallado de la cintura.
El sombrero cloche es abandonado por la vincha, o la capellina de anchos bordes, o minúsculos sombreros llenos de volados. Renace la industria del corsé; claro que ya no es una armadura de cotí satinado llena de ballenas, sino una malla de tul elástico que remarca el busto y las caderas. Años tristes, los treinta, ven crecer la sombra de la guerra, la adoración de la velocidad, de la juventud y del cuerpo encuentran su reverso en el fascismo que triunfa en España, Alemania e Italia.
La “Alta Costura” y las nuevas condiciones
La Alta Costura tradicional estaba formada por un selecto grupo de modistos concentrados en París que trabajaban para una clientela exclusiva, para la cual diseñaban y hacían costosas ropas, en un modelo único para cada clienta. En el siglo pasado trabajaban fundamentalmente para la nobleza y para la nueva aristocracia del dinero que se desesperaba por imitarla.
Pero pronto la burguesía halló sus nuevas heroínas en las actrices en la Belle Epoque los modistos más renombrados pasaron a ser aquellos que vestían a las grandes actrices, como Sarah Bernhardt, la bella Otero, las actrices italianas Duse y Lina Cavalieri.
La propia nobleza las aceptó cómo las nuevas adelantadas de la moda. Hacia 1905 una dama inglesa, la duquesa de Rutland, daba a sus amigas el siguiente consejo “Si queréis comportaros de la manera más graciosa y digna, si soñáis con ser bellas y tener un aspecto de gran dama, lo mejor que podéis hacer es imitar los vestidos y aún los menores gestos de Lina Cavalieri”.
La “belle époque” fue la última de este tipo de trabajo de la Alta Costura. Paul Poiret innovó el método de trabajo al crear los álbumes de modas que enviaba regularmente a sus clientas, con lo que dio origen a las “colecciones”; de este modo ya no se creaba un vestido para cada una, sino que el modisto creaba “ideas”, de entre las cuales las dientas elegían.
Pero todavía la relación era personal, directa: las modelos que los modistos empezaron a tomar en esa época se elegían con las medidas de las principales compradoras. Faltaba todavía mucho para que apareciera la modelo-arquetipo, o sea una modelo que no se parece a ninguna mujer en particular, pero que sin embargo encarna y estiliza un “tipo” que la época considera ideal.
Con las sencillas túnicas de los años 20 se produce la quiebra de los grandes modistos tradicionales, que intentaron sin éxito resistir a la corriente; y aparecen nuevas casas de costura, regenteadas principalmente por mujeres, como Madeleine Vionnet y Coco Chanel que realizan las nuevas ropas de un modo más estilizado para su clientela, todavía exclusiva.
La crisis de Wall Street, en 1929, privó a la Alta Costura francesa de gran parte de su clientela norteamericana. La ropa popular, mientras tanto, seguía su propio curso; ropa confeccionada industrialmente, permaneció invariable hasta que en los años veinte las mujeres trabajadoras asumieron con rapidez las nuevas ropas que les daban mucha mayor libertad.
El aumento relativo de la capacidad adquisitiva de los trabajadores, el surgimiento de una nueva clase media dedicada a las tareas de administración, crearon un vasto mercado que no se satisfacía con los toscos diseños de confección y sin embargo no podía acceder a los modistos; y estos encuentran una posibilidad de extender sus decaídas actividades vendiendo sus diseños a los industriales de la confección.
Conservaban su clientela privada, a la cual le daban la prioridad de sus modelos; pero luego los vendían a los confeccionistas, que de otro modo los hubieran copiado sin jamás.
1940-1947
Durante la época de la guerra se impone en Europa un estilo funcional, vagamente militar: tailleur con grandes espalderas y bolsillos, polleras cortas y anchas para andar en bicicleta. Las mujeres empiezan a usar pantalones fuera del ámbito del deporte, se extiende el uso del jersey y de las fibras sintéticas.
La primera de ellas había sido el rayón, derivado de la celulosa; después llegaron el nylon y el tergal, que asociados a los textiles tradicionales generan tejidos de gran resistencia y duración.
El maquillaje deja de rediseñar la cara, para pasar a cumplir una función de apoyo de los rasgos, remarcando levemente los ojos y la boca.
Hay algunas innovaciones pasajeras, como las carteras grandes que se llevan en bandolera sobre la espalda, los zapatos con grandes plataformas de corcho o de madera, En general, se extiende cierta negligencia y permisibilidad en la ropa de calle; fuera del trabajo, los hombres empiezan a prescindir de la corbata y del saco, sin los cuales hasta entonces era imposible entrar al cine o a una confitería; el traje se reemplaza en muchos casos por el pantalón y saco combinados.
El estilo de Christian Dior – El new-look y la década del 50
Hacia el fin de la guerra, un industrial de textiles, Marcel Boussac, confía a un joven modelista, Christian Dior, la dirección de una casa de costura. Llevado por la corriente de una clientela que esperaba algo nuevo, Dior propone en la primavera de 1947 un nuevo estilo que habría de revolucionar la moda; es el “New Look”: hombros redondeados, talle ajustado, pollera amplia y larga, zapatos de taco fino, grandes sombreros. La “nueva apariencia”: un estilo sobrio y no exento de belleza, sin la ingenuidad del primer descubrimiento, pero si la madurez de una mujer que ahora pisa firme el terreno de sus propias posibilidades, poseedora de una nueva cultura femenina, formada en el breve plazo de cuarenta años.
Romántico y sobrio a la vez, es el estilo de Dior. Para él, “la costura es, en la época de las máquinas, uno de los últimos refugios de lo humano, de lo personal, de lo misterioso”; se mantiene en dos campos; es un industrial de la moda y un modista individual, el último de los “grandes maestros”, el último de los tipos capaces de aprehender un nuevo estilo de mujer. Los años 50 son los años de la guerra fría.
Al fin de la guerra, las grandes potencias se han asegurado sus esferas de influencia, y el dominio del imperio norteamericano sobre una vasta parte de la tierra parece inconmovible; la reacción triunfa en todos lados, es la invasión de Guatemala, el golpe del 55 en la Argentina. Como los años 50, la moda de esa época es fría y un tanto insulsa; hay pequeñas variaciones que giran siempre sobre lo mismo, sin otro resultado que adulterar el estilo del “new-look”.
Un ejemplo de estas variaciones sin plan y sin sentido son los cambios que experimenta el traje masculino; las solapas se adelgazan, los cuellos de la camisa se acortan, la corbata y el cinturón enflaquecen, los sacos se hacen desmedidamente largos y anchos, sólo para volver a ser más cortos, y otra vez más largos, en una infinita variación de detalles que lejos de arrojar un nuevo estilo, sólo producen una variante adulterada y poco elegante del traje clásico.
Vejez de la moda
Quizás la moda se esté muriendo: una señora que tuvo una infancia feliz con Poiret, en la década del 10 al 20, una adolescencia agitada en los años locos, alcanzó su madurez con Dior. . . e inmediatamente empezó a morirse, o al menos incapaz ya de hacer nada bello, empezó a chochear, y tiene ahora una vejez de histéricos movimientos.
Si su resorte fue desde el principio una ilusión, fue al menos capaz de crear cosas hermosas. Si su base fue de algún modo la expropiación de la capacidad creadora individual —en tanto algunos individuos creaban los diseños que habrían de usar los otros— al menos estos individuos eran artistas, tipos capaces de captar el espíritu de una época y volcarlo en sus diseños. Eso se acabó: de la ilusión sólo resta la peor parte, la extrema variabilidad incentivada artificialmente, las infructuosas corridas de una clase a otra: la “novedad” no es ya lo nuevo, sólo agitación sin contenido, la cara siempre nueva, el alma irremediablemente enferma.
Consumo y aceleración
Ya no se trata sólo de que la moda completa un ciclo social; ahora, deliberadamente se apresura este ciclo, a través de las publicaciones y la propaganda que incentiva a no quedarse atrás. Los fabricantes cambian sus modelos cada temporada y el ciclo de un modelo en la moda convencional no supera los seis meses.
La aceleración es la primera característica de la decadencia; es la última etapa de un movimiento en tres tiempos; en la primera etapa, los modos de vestir, marcaban el nacimiento y la caída de un imperio, marcaban una clase y una época, coincidían con la arquitectura y los movimientos artísticos; en la segunda (1910-1950) la ropa al mismo tiempo capta el espíritu de la época y satisface las ilusiones de la movilidad social: es la moda; en la tercera, la actual, las ropas se suceden con rapidez unas a otras, no plasman imagen alguna, son sólo tas corridas de una clase a otra incentivadas por la maquinaria del consumo, los países centrales ya no tienen colonias donde colocar sus telas, los fabricantes necesitan ampliar el mercado interno, y entonces es la aceleración desenfrenada, la decadencia de la moda. Incapaz de crear, la moda busca desordenada mente inspiración en cualquier lado: un año será la moda militar, otro año la moda gitana, otro la guerrillera; la única constante será el retorno a las últimas épocas en que la moda pudo producir algo.
Retorno
La belleza de un objeto de uso cotidiano es una función social: es la adecuación de la inspiración del creador y las necesidades de los que habrán de usarlo. Entre uno y otro se alza una maquinaria industrial que piensa en la ganancia y no en la belleza.
Si el matrimonio de industria y belleza nunca fue muy feliz, al menos durante un tiempo se llevaron bien; pero pronto la industria se tornó más y más intolerante, sus necesidades le imponían tener hijos prematuros, que resultaban abortivos. Finalmente se separaron, sólo se ven de vez en cuando, casualmente: es nuestra época, sin un estilo propio, donde la belleza sólo se encuentra en los objetos del pasado, o en aquellos que por su propia naturaleza y costos, están algo sustraídos a las leyes del consumo, como los aviones, los automóviles de carreras, etc.
Estas circunstancias se extienden a todas las áreas del diseño; en todas, comienza a aparecer el período de 1910 a 1940 como el último de grandes creaciones. La Bauhaus resta como la última escuela creadora de diseño industrial del mundo, y sus diseños resultan aún insuperados.
En las artes sucede algo parecido: pese a los grandes creadores individuales no volvió a haber un movimiento de la coherencia y la extensión del surrealismo de los años 20. Pero es en la ropa donde este retorno se hace más evidente: los largos cuellos de las camisas del 30, los anchos pantalones, en la ropa masculina; los zapatos con plataforma, las telas con ingenuos estampados, las capelinas; los ojos cándidos de los años 20; en todo, y por sobre todo en los detalles de la ropa, una corriente de repetición. La moda se copia a sí misma, pero también la gente encuentra más hermosa, más armónica esa ropa de los años 30 que la fría, insulsa vestimenta de los años 50. En muchos sentidos, es sin duda más moderna.
Los hippies y la moda – La comercialización de la ropa hippie
Vistos desde América Latina, hippies norteamericanos y europeos y moda hippie se nos aparecen indisolublemente ligados. Es explicable: hemos conocido a los primeros a través de la segunda. Sin embargo, los hippies tuvieron un modo de vestir propio, que expresa su modo de vida, antes de que fuera recogido por la moda, y vendido junto a la imagen del inconformismo a aquellos que sólo deseaban conformarse, con un poco de color y de ilusiones.
Es preciso, pues, remontarse al modo de vestir hippie, que empezó precisamente siendo una reacción contra el mecanismo de la moda. Hartos del “american way ol life” con su cara saludable y su alma enferma, los hippies quieren salirse de él, intentan instalar una fiesta perpetua, fuera del tiempo y de la historia.
La moda presupone una época, y los hippies, hartos de su época, hacen explotar la moda en una fiesta de disfraces, donde cada cual elige el personaje que más le gusta. ¿Quieres ser Napoleón? Vístete de Napoleón, o de monje budista, o de soldado de la Independencia. La ropa recupera su carácter de lenguaje, sirve para decir aquello que uno quiere, aquello que sueña.
Por sobre todo será multicolor porque los hippies quieren conservar la vida en una cultura de la muerte. Y se parecerá a la de los indios norteamericanos —sarapas, cascabeles, collares, bandas en la cabeza— porque ellos representan un emblema de lo simple, de lo primitivo en el continente de la complejidad tecnológica. Y frecuentemente será pobre, raída, en mal estado, para remarcar la ruptura con los hogares de clase media de los que han partido, la sociedad de la opulencia que rechazan.
El hippismo norteamericano tuvo correlatos en casi todos los países de Europa Occidental y América; en cada caso con características distintas, por las diferentes estructuras de clase y las diferentes tradiciones culturales de cada país o grupo de países. Sería más exacto que decir que hubo un hippismo internacional, decir que hubo una serie de grupos marginales que fueron bautizados con tal nombre. No se trata de una diferencia retórica; los hippies norteamericanos tuvieron una etapa de desarrollo, una etapa de crecimiento y una etapa de decadencia, que no casualmente coincidió con el momento en que las revistas les dedicaban sus notas de tapa y la gran prensa socarrones artículos.
Esta difusión tergiversadora y escandalosa, resistida por los más lucidos de entre ellos, fue uno de los motivos de la quiebra del hippismo, o sea del abandono de la denominación y del cambio de los modos de vida. De todos modos, muchos de los “resultados” de esa etapa, se incorporarían a la conciencia y a la vida de la juventud rebelde norteamericana.
Precisamente a unos pocos meses del entierro del hippie en Estados Unidos, en la Argentina se lanza en la moda, en la publicidad, en los artículos periodísticos, una campaña sobre el estilo hippie: o sea que el envase precede al producto. Si de paso encuentra algún producto que sea parecido, mejor; si no, lo inventa.
En la Argentina, por ejemplo, el envase cayó sobre algunos grupos marginales de jóvenes que desarrollaban una experiencia original, con algunos puntos en común con el hippismo norteamericano; pero cayó el envase para adulterar el producto, y la represión policial para eliminar el contenido. Esa fue la primera parte de la historia.
La segunda todavía se está escribiendo: son los grupos de los concurrentes asiduos a los recitales de música beat, que tienen una jerga propia y un modo de vida distintivo. Aquí la ropa no es la dramatización de otra forma de vida, sino, en el mejor de los casos, una declaración de intenciones.
En el peor, simplemente moda. En cuanto a la música de rock, ella ha captado sin duda el pulso de toda una época, y es por eso que trasciende las barreras nacionales y de clase; y ha alcanzado una profundidad y una universalidad tales que probablemente trascienda a nuestra época como una música clásica.
Opuesto es el caso de la inclusión de “elementos hippies” en la moda convencional: en este caso el único fundamento de que ciertas modas lleguen de un lado a otro es la dependencia cultural, y cierta falta de imaginación colectiva. Un ejemplo es el de las insignias del ejército norteamericano incorporadas a camperas, blusones y camisetas.
Los hippies compraban ropa de desecho del ejército, porque era ropa barata y cómoda, y además como un modo de resistir al consumo de ropa de confección. A veces, ni se molestaban en sacarle las insignias: no dejaba de comportar cierta ironía que los impugnadores de la guerra se pasearan con chaquetas militares desprendidas y largos cabellos.
Como si todo el tiempo recordaran: podríamos estar en Vietnam y sin embargo hemos dicho no, y aquí estamos, paseándonos medio disfrazados de soldados. De pronto algún modista europeo decidió que eso era también “moda hippie”; y lanzó los elegantes distintivos militares al mercado.
Detrás de él, algún fabricante nacional empezó a hacerlas, y las señoras que habían visto en las revistas que esa era la última moda, a comprarlas. Allá ellas. Pero queda en pie la evidencia de que lo que en un lado es rebeldía en otro puede ser conformismo y frivolidad, lo que en un lado es no-consumo, en otro puede ser ceguera consumidora: dependencia cultural de por medio.
Liberación femenina y liberación masculina
Durante siglos el hombre tuvo una situación de preeminencia que lo favorecía, asegurándole una relación de privilegio y dominio sobre la mujer. Los roles estaban rígidamente repartidos; pero del mismo modo que a la mujer le estaban vedados casi todos los campos de la acción y el pensamiento, al hombre le estaba vedada algunas formas de la sensibilidad y la belleza.
Es lógico entonces que junto a la aparición de la mujer en casi todas las actividades, hubiera una relativa disminución de la tradicional monotonía de la ropa masculina. El color llega de modo prudente a la moda convencional, coloreando corbatas y camisas; de modo explosivo a la ropa de los jóvenes hippies. Y no sólo el color, también el pelo, largo, que quizás quede como el símbolo de estos años.
El joven deportivo norteamericano de los años 50 tenía el pelo cortado al rape, a “la americana” se decía en América Latina; ése era el símbolo que había que atacar, aquello que no se quería ser; y el pelo creciendo daba una apariencia de salvaje una apariencia animal, un aspecto de primitivo que se pasea mirando sin comprender una sociedad súper desarrollada; y el pelo largo se transformaría en el emblema de los hippies, su signo más notorio, más revolucionario.
Pondría en cuestión los roles tradicionales de los sexos. Eliminando las rígidas barreras formales, el pelo largo ataca una de las imágenes más celosamente conservadas de la sociedad: la sobriedad y rigidez del hombre. Si bien en una etapa esto aparecía como una tendencia a igualar los modos de vestir unisex, es mucho más probable que esta desaparición de los moldes rígidos de femineidad y masculinidad abra paso a la formación de nuevas imágenes realmente adecuadas a las nuevas circunstancias.
La moda pop
El pop fue originariamente un movimiento de las artes plásticas que surgió en Nueva York a comienzos de la década del 60. Algunos atribuyen su paternidad al pintor Roy Lichtenstein, una de cuyas primeras obras fue una gigantesca cabeza de Washington, con el granulado de los cuadritos de historieta aumentado enormemente y un globo —también de tipo historieta— donde estaban inscriptas las primeras palabras de la constitución norteamericana.
Otros consideran como la primera obra pop la exposición de una cabra viva en una muestra, en el año 1963. “No podía pintarla tal cual era —dijo Rauschenberg, autor del traslado— y decidí traerla”.
Estas dos obras ilustran claramente acerca de la naturaleza del pop; frente al anquilosamiento del arte tradicional, el pop opone el arte popular (pop es un apócope de popular), y la inmutable, burlona presencia de los objetos cotidianos.
Constituye un reconocimiento de la importancia del arte popular, como la historieta, que pese a que su origen había estado en las experiencias de los pintores futuristas, y su lenguaje y reglas de juego mostraron una enorme vitalidad, había sido considerada siempre un género menor; también es una reflexión de la pintura sobre la pintura misma, sobre sus límites:
“A esta altura la calle está llena de objetos más bellos, más vivientes que los museos” decía Rauschenberg. Con el éxito llegaron los imitadores, las frívolas tergiversaciones de la prensa, que apreciaban fundamentalmente la faz escandalosa del pop. Este no podía dejar de tenerla, en tanto constituía una reacción, y una denuncia.
Pese a sus deformadores el pop permanece como una de las corrientes realmente importantes de la segunda mitad del siglo, y ha jugado un importante papel en particular como señalamiento y reflexión.
Con diez años de retraso, la moda ha tomado el camino del pop. Overoles tipo jardinero, ingenuas campanitas y corazones, personajes de historieta impresos sobre la ropa, helados o bocas también impresos, estrellas de plástico que se llevan en el pelo o los pantalones, son algunas de las características pop más difundidas en la ropa en los años 71 y 72.
Indudablemente deben computarse a su favor su carácter alegre y simple, ciertos hallazgos imaginativos, la revaloración de lo cotidiano; en su contra, que la moda sólo haya podido seguir al pop con 8 ó 9 años de retraso, mostrando de este modo que no está involucrada en una corriente creadora, sino que simplemente copia aquello que ha tenido éxito en otros campos.
Vale la pena comparar con la relación existente entre la moda de los años 20 y la Bauhaus y las corrientes arquitectónicas y de la pintura de la época. En 1921, Le Corbusier podía decir: “Ella, la mujer, nos ha precedido reformando su manera de vestir. Se encontraba en una encrucijada: seguir la vieja moda quería decir renunciar a la vida moderna, al deporte, al trabajo. Entonces se cortó los cabellos, acortó sus mangas y sus polleras; va ahora con la cabeza desnuda, los brazos desnudos, las piernas libres; es bella”.
“Nos ha precedido reformando su manera de vestir”. Nadie podría decir eso de la moda pop, que ni siquiera ha llegado a diseñar un estilo completo de vestir: la limitación del poder adquisitivo ha hecho que se vendan principalmente sus adornos, las partes periféricas del vestir, los zapatos o carteras, collares o cinturones. Es la condena de la moda en una estructura económica cada vez más impuesta al nivel de vida y las aspiraciones de las masas: adornar, adornar bellamente quizás, pero imposibilitada de crear en realidad.
Esta comercialización de adornos, o de los elementos secundarios del vestido femenino, fue una de las formas de sobrevivencia de las casas de alta costura, que crearon perfumes, pañuelos o carteras con su nombre dando origen así, a mediados de la década del 50 a las boutiques que luego alcanzarían gran desarrollo; en algunos casos, esos perfumes y otros artículos sobrevivieron a la desaparición de las casas de modas, como las de Worth o Schiaparelli, y la de Chanel durante el tiempo en que se eclipsó.
Boutiques
Las boutiques —a las que se ha desplazado indudablemente en los últimos 15 años el centro del negocio de la moda— se basan en tres tipos de “producto”:
1) Los ya citados productos industriales de las casas de alta costura. A través de ellos, más que nada, se vende el prestigio de la casa que los ha diseñado, o sea la etiqueta. Las señoras de la clase media más arribista pagan caro un perfume, pero en verdad compran barato el prestigio de una casa cuyos modelos le resultarían inaccesibles.
2) El “prét-a-porter”. Son modelos realizados industrialmente sobre la base de los diseños de los grandes modistos —Saint-Laurent, Ungaro, Courréges, Dior, Chanel—. Están hechos en una gran cantidad de medidas, estudiadas especialmente, y en algunos casos terminados a mano. En Europa el prét-a-porter guía a millares de personas; en los países dependientes se da la contradicción de que el prét-a-porter, creado para la difusión masiva de los diseños de la Alta Costura, vuelve a ser un producto de lujo. Es la misma suerte que corren todos los productos de diseño industrial: un modelo de silla, por ejemplo, creado en Europa para ser producido industrialmente, aparece en la Argentina como un producto de lujo, hecho a mano.
3) Precisamente, el tercer aspecto de las boutiques es la venta de productos artesanales, que completan, junto a los otros, el mito de la exclusividad. Mito que se paga caro, por cierto.
Artesanía e industria – El aporte de los artesanos
La industria —incluyendo la de ropa de confección— se ha mostrado impotente de adecuarse a las necesidades de la época, de producir objetos bellos y funcionales a la vez. En el caso de la industria de los países dependientes, esta circunstancia se agrava por las restricciones del mercado interno, que disminuyen el monto dedicado a las investigaciones de los diseñadores.
En el caso de la ropa, esto sería, el contratar diseñadores talentosos y permitirles crear con libertad. La artesanía ha venido a cubrir este sitio. Es una floración extraña en la era industrial; inicialmente produce objetos bellos, ropa de cuero cuidadosamente repujada, anillos de cobre grabados, carteras, etc. La relación directa del artesano con su trabajo, el uso de materiales apropiados, generan en muchos casos ropas y accesorios hermosos.
La industria, en su afán por abaratar los costos, no sólo había descuidado el diseño, sino la adecuación de este con su material: así las carteras de plástico simplemente imitaban a las de cuero, del mismo modo que en algunos casos, sobre la base de la pauperización popular llegó a producir zapatos de plástico, mate totalmente inapropiado para el calzado.
En un principio, el artesano trabaja para una clientela reducida, vendiendo sus productos a un alto precio; cuando este mercado está saturado, empiezan a surgir artesanos que realizan para una cantidad mucho más grande de gente sólo los accesorios del vestido: carta cinturones, anillos. El costo de los materiales haría inaccesibles los otros elementos del vestir a ese público de clase media, que alten la ropa de confección con accesorios artesanales.
Es el auge de las carteras artesanales, de cuero o gamuza, con flecos o talabarteadas que se ven en los años 69-70. Los artesanos trabajan solos o en pequeños talleres, y compran por lo tanto sus materiales al por menor, a un precio mayor que el que paga la industria; sólo sobreviven
reduciendo sus ganancias. Pero pronto la competencia los pone ante una opción: o reducir ese margen aún más, o descuidar la terminación, a fin de producir más en menos tiempo. El surgimiento de una artesanía semi industrial (ex artesanos que emplean personas que producen un modelo en serie o con pequeñas variaciones) acelera la descomposición de la artesanía, que se completa cuando algunos industriales empiezas a copiar los modelos y producirlos ahora sí en serie.
Este proceso, que es análogo en casi todo a lo sucedido con la alta costura, hace evidente que la artesanía no puede revolucionar el diseño, ni cambiar el carácter de la ropa de nuestro tiempo. Pero también muestra lo que sucede con la exclusividad: presa siempre perseguida por las clases altas, que les es arrebatada por la clase media, para finalmente ser destruida.
El circuito de la moda
La exclusividad es entonces sólo prioridad. El propio circuito de la palabra “boutique”: originalmente designa una tienda pequeña, sea de artículos de mercería o de libros, de cigarrillos o de ropa; en castellano, pasa a designar a una tienda elegante de ropa importada.
Curiosa alquimia: las boutiques no venden sólo ropa, venden además su propio nombre, que suena muy bien. Vende elegancia, imágenes de Francia, de la Alta Costura, de la Torre Eiffel y quien sabe cuántas más. Muy pronto, toda tienda de ropa que se precie, quiere llamarse boutique: así venda ropa importada o nacional, hecha a mano o en serie, cara o barata.
Ahora, algunas, en las zonas céntricas de las capitales, han empezado a designarse como “Prét-a-porter XX”. No importa qué quiere decir, también suena bastante bien: es de esperar que la denominación se difunda, y el circuito continúe. El circuito completo de la moda sería:
1) Modelos exclusivos creados por la Alta Costura, que se presentan en dos colecciones anuales.
2) Industrialización en Europa, por el sistema de prét-a-porter (medidas especiales, terminación a mano).
3) Aparición del modelo en las boutiques céntricas de los países dependientes.
4) Boutiques de los barrios y capitales provinciales.
5) Industrialización por el sistema de confección común, o media medida.
Sobre este modelo pueden hacerse varias apreciaciones.
Rigidez de los escalones: Puede haber cierta movilidad entre los escalones; por ejemplo, del 1 podría pasarse directamente al 3, si las boutiques copian un modelo antes de su industrialización en Europa, “haciéndolo a mano; pero no es usual, dado que no habrían aparecido aún en las revistas especializadas y otras, en el cine, etc. y no habría por lo tanto “clima” para su introducción.
Sólo sería posible en el caso de unas pocas boutiques que cuentan con clientela fija. El nivel 4 no podría tomar un modelo del 2 salteando el 3, jeroglífico que significa que una boutique de barrio no podría lanzar un modelo europeo antes que el centro, porque no tendría el prestigio que le otorga el uso por las clases dominantes nativas.
El nivel 3 no se comunica con el 5 por arriba del 4 (la industria no toma los modelos de las boutiques céntricas antes de que lleguen a los barrios) porque la difusión en las boutiques periféricas le asegura la posibilidad de comercializar en una forma masiva, homogénea y rápida sus productos.
Cada nivel está atado al anterior porque cada uno crea el “clima” para el siguiente. Verdadera pirámide del prestigio social, cada clase le vende a la de abajo sus imágenes gastadas, y le pide a la de arriba nuevas imágenes. Como trepando por un palo enjabonado, se creería ascender, pero se permanece en el mismo sitio.
Es posible burlarse de los vanos esfuerzos del de abajo pero no es posible alcanzar al de arriba. Duración del circuito: Hacia julio de 1970 (verano en Europa) los modistos europeos presentan la ropa de tipo militar —con insignias y todo-— como colección para el invierno. Ese invierno (diciembre del 70) la moda militar es lanzada por el prét-a-porter en miles de boutiques. En julio de 1971 las chaquetas militares y sus insignias ya se podían conseguir en las boutiques céntricas de Buenos Aires. En el invierno del 72 ya se ven en los barrios, y el próximo es lógico suponer que va a ser lanzada como ropa masiva.
Algo distinto sucede con las insignias, que, como no dependen de la temporada, ya en diciembre de 1971 estaban en los barrios, y en el invierno siguiente ya se fabrican en gran escala, y hasta una revista entrega con su edición unas jarreteras que dice “Sargento Primero del Amor”. Es decir que mientras el circuito de las chaquetas es de tres años, el de las insignias es de dos: o sea que a algunos les llegan sus jarreteras antes que sus chaquetas.
No deben preocuparse, el circuito de la moda no falla y pronto podrán lucir el uniforme completo, que vendrá de premio con el próximo modelo de televisor. Circuito y pudor: Hacia 1934 apareció en las playas de California —muy tímidamente, de seguro— el dos piezas. No era más que una malla común a la que le faltaba una pequeña franja, aquella que cubre la parte superior del vientre y la inferior del torso. Pero, muy lentamente, las dos piezas que quedaban se fueron achicando, la franja ausente se fue agrandando.
Al término de la segunda guerra mundial, los norteamericanos hicieron sus primeras experiencias con la bomba atómica en el atolón de Bikini. La bomba era la explosión, y a alguien, en un rapto de humor negro, se le ocurrió denominar Bikini al entonces explosivo, diminuto traje de baño de dos piezas. Hacia 1955, las mujeres que se aventuraban con ese atuendo por las playas del Atlántico Sur —no las de la costa africana, precisamente— corrían el peligro de ser atacadas por grupos de muchachos y adultos que —entre divertidos y furiosos— se dedicaban a castigar semejante temeridad desnudándolas. Cinco años después, seguramente los mismos hombres paseaban por las mismas playas con sus novias o mujeres vestidas con bikinis. Hay dos elementos a remarcar en esta historia que quince años después parece un poco increíble. Lo primero, como el pudor es una de las pocas cosas que pueden retrasar el funcionamiento del circuito de la moda dependiente. Ya en los salones de las damas de 1815 de las ex colonias españolas se modificaba el Estilo Imperio de la corte napoleónica con su sentido provinciano del pudor. La otra circunstancia notable es el carácter coercitivo con que la moda recorre su circuito; el modo rígido, tiránico, uniforme con que impone sus cambios.
Circuito y coerción:
No es sólo la bikini; con el pelo largo de los jóvenes sucedió algo parecido; los primeros que, hacia 1967 y 68 en las capitales latinoamericanas, se dejaban crecer el pelo más de lo que la moda del momento permitía, eran sistemáticamente perseguidos por la policía, recibían burlas y agresiones en la calle; tres años después el pelo largo ya era moda y, por lo tanto, legal. Los mismos que ayer dirigían toda clase de insultos a los “melenudos”, hoy se dejan crecer las patillas y el pelo. Al fin de cuentas son gente moderna, están dispuestos a cambiar; siempre que el cambio deje todo en su sitio, siempre que el paso de la moda se parezca lo bastante a las rígidas marchas de un ejército.
La coerción complementaria a la de no adelantarse es la de no quedarse atrás, incentivada por la propaganda. Una y otra hacen marcar el paso a una multitud irreflexiva, reclutada en los sectores más arribistas de todas las clases.
Moda y libertad
La ropa contribuye a formar la imagen que uno da de cómo es, de lo que siente. Al uniformar el modo de vestir, la moda uniforma también los sentimientos y a la persona en su totalidad. “Es curioso ver —dice la licenciada Ana López Day— que el punto de partida de la preocupación por la moda es una necesidad de identidad; y el punto de llegada una pérdida de identidad.
Hay en los adolescentes, y no sólo en ellos una gran necesidad de estima propia y de la estima de los otros que a veces no pudiendo manifestar en otro terreno, contribuye a ‘cargar’ el valor de la ropa. Una sociedad en la que el individuo pudiera expresarse y desarrollarse en todos les terrenos eliminaría esa carga de energía adicionada volcada hacia la ropa. La necesidad de estima, de identidad, de cambio, no se expresa en forma directa en la moda, sino que lo hacen a través de una compleja red de intereses comerciales que la expresan y deforman al mismo tiempo.
La necesidad de cambio es real, la necesidad de gustar es real; pero la industria y la publicidad las toman y las transforman en la histeria por cambiar, el terror a no gustar, a quedar de lado. Y generan una compulsión al cambio que tiene al fin de cuentas el mismo signo que la compulsión a la inmovilidad”. En un pasado no lejano había una situación en la que la mujer debía vestirse de un modo si era soltera y de otro si era viuda. Un color para a tarde y otro para la noche. Cada moda duraba 10 años. Como la ropa forma parte del esquema corporal de la persona, al fijarse este aspecto de la misma se verificaba un intento de mantener a todo el individuo en la inmovilidad. Allí evidentemente la compulsión era no poder cambiar.
Actualmente una moda sucede con rapidez a la otra. No se puede adelantarse ni quedar atada. Y se genera una nueva compulsión: tener que cambiar en cierto y determinado sentido. Pero muchas personas, harta ya de los históricos movimientos de la moda están comenzando a aprovechar la diversidad y la relativa permisibilidad creadas para vestirse del modo que las agrada dentro de sus posibilidades, sin prestar atención a los llamados de la moda; pero este sólo puede ser un proceso limitado, parcial, fragmentario, porque la moda está indisolublemente ligada a la estructura de la sociedad de clases.
Sin embargo, cada persona que hace de su modo de vestir un pequeño acto de imaginación y libertad, quizás esté preparando la imagen de nuestra época, que el capitalismo no ha sabido plasmar, que quizás florezca en el centro de una nueva cultura.